Cuento 1: Rotterdam
Esa mañana de marzo sería particularmente fría en Rotterdam. Los siete grados centígrados que pronosticaba el Koninklijk Nederlands Meteorologisch Instituut (KNMI) como máxima para la tarde se sentirían como cero grados debido al viento de 30 km/h y a los escasos rayos de sol. Además, la característica niebla de finales de invierno dificultaba la visión en la autopista A4. Felizmente, durante cinco años, Simón había tomado siempre la misma ruta a la oficina, por lo que se la sabía de memoria. Nunca quiso explorar las opciones que el navegador le ofrecía, a pesar de que sus colegas le habían comentado en varias ocasiones lo convenientes que podían ser.
A él le gustaba la comodidad de escuchar su música preferida durante los treinta minutos promedio de viaje (aunque podían llegar a ser más de cuarenta en un día de mucho tráfico) desde su casa en Delft hasta su oficina en el centro de la ciudad de Rotterdam. A pesar del clima y el tráfico ocasional, manejar en Holanda es, en general, una experiencia agradable debido al buen estado de las autopistas, siempre bien señalizadas y pocas veces cerradas por reparaciones. De hecho, uno puede manejar los 180 km entre el extremo este y oeste del país en apenas poco más de dos horas.
Simón era una persona que adoraba su rutina, y siempre hacía todo lo posible para evitar imprevistos que la pudiesen alterar. De lunes a viernes se levantaba a las 6:00 am y salía de casa a las 7:30 a. m., luego de despedirse de sus tres hijos y de su esposa Isabella. Empezaba su jornada laboral cerca de las 8:00 a. m., hacía una pausa a las 12:00 m. y salía de vuelta a casa alrededor de las 5:00 p. m. Los fines de semana se permitía dormir hasta las 8:00 a. m., o hasta que sus hijos lo despertaran para que los llevase a sus respectivos clubes deportivos.
La posibilidad de tener una vida predecible y tranquila era lo que hacía que Simón apreciara tanto su trabajo como jefe de logística. El tener un equipo de diez personas a su cargo facilitaba mucho su labor y le permitía dedicar solo el tiempo necesario a los problemas del día a día y concentrarse así en lo que era más importante para él, su familia.
Simón nunca fue una persona que gustara de la política o la competencia dentro de la empresa, pero gracias a su lealtad, obediencia y buenos resultados había sido considerado por el dueño y, por ende, promovido ya hacía un par de años. Sin embargo, sus mayores retos como jefe siempre fueron lidiar con la dinámica acelerada de su departamento y manejar las conversaciones incómodas con sus subordinados.
Según las normas de la empresa, los estacionamientos de las oficinas localizadas en Laan op Zuid (avenida del sur) no eran asignados a nadie en particular, por lo que cualquier empleado con acceso a la cochera podía tomar el lugar que le placiera, incluso el del dueño. A pesar de esto, Simón siempre estacionaba su auto en el mismo lugar y trataba de ser siempre el primero en llegar a la oficina para asegurarse de que nadie más lo ocupase antes que él. Después de todo, sabía que, si alguien más lo ocupaba, ese malestar lo incomodaría durante todo el día.
Aquella mañana, Simón apenas y había apagado el motor de su Škoda Octavia, cuando escuchó su teléfono. Era una llamada de Doa, su mano derecha y encargada de las compras dentro de su departamento. Solo con escuchar su tono de voz al saludar, supo que algo ocurría.
—Hola, Simón. ¿Ya has llegado a la oficina? —preguntó Doa con su característica firmeza—. Bueno, ya son más de las 8:00 a. m., así que asumo que estarás en camino a tu escritorio… Sabes… necesito que hablemos.
—Buenos días, Doa. ¿Qué ha ocurrido?, ¿por qué suenas tan agitada? —preguntó Simón mientras caminaba rumbo al elevador.
—Quisiera que agendemos una reunión esta mañana, sé que no está en tu plan del día y por eso te llamo tan temprano. Es algo urgente —respondió Doa.
—Comprendo. Me parece que tengo un espacio libre a las 11:00 a. m., podríamos reunirnos a esa hora. Si este horario también te es conveniente, por supuesto —consultó cuidadosamente Simón.
—Gracias, agendémoslo así —dijo cortantemente Doa—. Dentro de unos veinte minutos más estaré en la oficina.
—¿Podría saber de qué se tratará la reunión, necesitas que te ayude en algo ahora mismo? —insistió Simón.
—Prefiero decírtelo en persona, ya nos vemos luego —respondió rápidamente Doa cortando luego la comunicación.
Los dos trabajaban juntos desde hacía cinco años y por lo tanto se conocían bastante bien, conforman un buen equipo y juntos habían logrado sacar el departamento adelante. Simón era una persona calmada y le costaba tomar decisiones, por lo que el ritmo acelerado y el carácter seguro de Doa eran un buen complemento. Esto era algo que él reconocía abiertamente cada vez que hablaba con el dueño de la empresa. El hecho de que ella quisiera hablar con él tan repentinamente le generaba una gran preocupación. La conversación que iba a tener sería difícil, y lo sabía.
Simón medía casi dos metros de alto y a pesar de tener una contextura relativamente gruesa, debido al tiempo que pasaba montando su bicicleta de ruta, se sentía una persona saludable. Sin embargo, el pulso acelerado, la sensación de frío y el sudor en las manos que sentía en momentos como ese, o sea, cada vez que se ponía extremadamente nervioso, le recordaban que siempre buscaba excusas para no ir a visitar a su médico de cabecera y hacerse las pruebas necesarias para verificar que no tuviese problemas cardiacos.
Sentado en su escritorio veía su laptop, pero sin poder concentrarse realmente en lo que hacía. Estaba distraído, preocupado. No sabía qué había ocurrido con Doa y qué tan grave era la situación, quería saber si había alguna manera de tranquilizarla. Después de todo, le importaba el bienestar de su colega, y además quería asegurarse de que nada en su entorno se viese alterado.
Cada cinco minutos le daba una mirada al reloj de la pared. Según instrucciones del dueño, todas las oficinas de los jefes debían tener un diseño minimalista y debían estar pintadas de color blanco crema. Por lo tanto, y en contra de los deseos de Simón, junto a su escritorio solo tenía un pequeño aparador de color beige que hacía juego con el resto de los muebles, y un par de sillas, también de color beige, frente a él.
La única decoración permitida en las oficinas era un cuadro de su preferencia, por lo que Simón había escogido una foto de los jardines de tulipanes en Keukenhof, el parque de flores más conocido de Holanda, normalmente visitado por miles de turistas cada año en primavera. Su padre le había regalado ese cuadro muchos años atrás, cuando consiguió su primer trabajo, como un ejemplo de lo hermoso que podía llegar a verse el producto del trabajo.
Por fortuna, tenía una ventana con una vista al río Maas, lo que hacía que el espacio de quince metros cuadrados donde se trabajaba se sintiese algo más acogedor. Cuando se sentía angustiado, Simón se acercaba a la ventana y miraba el paisaje por unos minutos, observando lo que hacía la gente en la calle, esto con el fin de sentirse acompañado. Todo este ritual le daba la seguridad necesaria para prepararse ante situaciones tensas.
Podía ver el reflejo de su rostro en el vidrio de la ventana, y se dio cuenta de que se veía nervioso. Las pupilas de sus ojos azules estaban muy dilatadas, su cabello rubio paja estaba desordenado y su gran nariz brillaba por el sudor. Felizmente, ese día se había afeitado; de otra forma se vería incluso peor. Decidió hacer algo al respecto, iría al baño y se arreglaría. Después de todo, quería demostrar seguridad.
Desde su oficina, Simón podía ver a sus subordinados. Agrupados en una gran habitación se encontraban diez escritorios pegados unos a otros. A diferencia de la oficina del jefe, en ese ambiente reinaba el caos. Papeles amontonados, ficheros desordenados, mochilas y maletines esparcidos por todo lado. Coordinadores de despacho que hablaban todo el día por teléfono, líderes de flota que se peleaban día y noche con los transportistas y, en medio de todo, personas encargadas de operaciones que tecleaban sin parar órdenes de venta. Un ambiente caótico al cual él ya estaba acostumbrado y que en verdad le costaba mucho cambiar, es más, el solo pensar en ello le daba flojera. Después de todo, así como era el departamento funcionaba bien; entonces, ¿por qué cambiarlo?
Simón fue al baño y al volver buscó a Doa en su escritorio para invitarla a pasar a su oficina, pues ya eran casi las 11:00 a. m. Como la mayoría de los holandeses, Simón valoraba mucho la puntualidad.
—¿Estás lista para reunirnos? —preguntó Simón.
—Sí, dame un minuto para enviar este email y voy a tu oficina —respondió Doa, una mujer unos diez años más joven que Simón, vestida con ropa tradicional marroquí y con excesivo maquillaje. Levantó la mirada buscando verificar que su jefe había entendido el mensaje. Sus ojos marrones brillaban detrás de sus grandes gafas negras. Luego, sin mostrar ninguna expresión en particular, continuó tecleando.
Simón se sentó en su escritorio y repasó su estrategia, la misma de siempre en esas situaciones, dejar hablar a Doa y ser empático. Necesitaba comprender qué le había ocurrido y verificar primero que todo que ella estuviera bien. Luego procesaría la información y tomaría las decisiones que fueran necesarias. Justo en ese instante entró Doa y se sentó.
—Qué clima más malo el de hoy, con tanta niebla y lluvia, ¿no te parece? —preguntó Simón para romper el hielo.
—Sí, el día está muy feo… Escúchame, Simón, te aprecio mucho como jefe y amigo, así que seré honesta contigo —se apresuró a decir Doa—. He decidido dejar la empresa y dar otro rumbo a mi vida… Comprendo que esto te debe sorprender, yo misma aún estoy procesando mi decisión, pero lo he pensado mucho y es lo que deseo hacer.
—¿Y… puedo preguntar la razón por la cual has tomado esta decisión? —preguntó Simón con tono sutil.
—En verdad, no quisiera dar mayores detalles de lo que deseo hacer. Mi decisión no está relacionada contigo como jefe o con mis labores aquí, mi trabajo me gusta, pero quiero hacer algo más en mi vida y espero que como amigo lo puedas comprender —empezó a decir Doa—. Lo que sí puedo decirte, es que he decidido casarme y quiero ser madre a tiempo completo. Formar una familia es algo muy importante en mi cultura y religión. Además, me conoces y sabes que una vez que tomo una decisión, me mantengo firme en ella.
—Te entiendo, por favor dime que no renuncias porque algo te ocurrió, quisiera saber que estás bien y… obviamente me gustaría que te quedases… No quiero que dejes la empresa —insistió Simón mientras jugaba nerviosamente con sus dedos—. ¿Has considerado trabajar a tiempo parcial?, podemos discutir con RR. HH. la posibilidad de que trabajes solo tres días a la semana, como muchas otras madres en la empresa.
—Gracias por tu propuesta, pero te aseguro que estoy bien y me siento feliz. Ya te dije que nada de lo que me digas me hará cambiar de opinión —concluyó Doa tomando su agenda y levantándose del escritorio, no sin antes concluir su mensaje—. Sabes que seguiremos siendo amigos y que seguro Isabella continuará invitándome a las barbacoas que organizas, aunque yo ya le haya dicho varias veces que no me gustan.
Aunque bastante directo, ese comentario de alguna forma lo calmó.
ara el final de la tarde, Simón aún se encontraba bastante intranquilo, más porque no había podido tomar su café a las 3:00 p. m., como todos los días. Estaba apagando su laptop cuando de repente le llegó un mensaje al celular, era el dueño de la empresa. Lo curioso es que en vez de los acostumbrados largos textos que solía enviar, esta vez se trataba apenas una línea; en realidad, una pregunta:
Me retiro de la empresa y me gustaría que tú fueras el nuevo CEO, ¿estarías interesado?
A primera impresión, Simón pensó que había leído mal, así que volvió a mirar su pantalla. Esto era algo que él tampoco esperaba. El día no podía ser más extraño.
¿Estás hablando en serio?, escribió Simón.
Estoy hablando muy en serio, piénsalo y hablamos en dos días, cuando vaya a la oficina. Que tengas una buena tarde, concluyó el dueño.
Mientras manejaba de regreso a casa, Simón trataba de procesar todo lo que le había ocurrido ese día. Primero, su mano derecha había decidido renunciar y él no había podido convencerla de que se quedase, lo cual hacía que él se sintiese de alguna manera incapaz de hacer bien su trabajo. Y luego había recibido una propuesta para ser el CEO de la empresa.
Pero ¿cómo podría ser él la cabeza de la empresa, si no era ni siquiera capaz de evitar que sus empleados renunciasen? Sentía que aún le faltaba mucho por aprender. Tenía cuarenta y cinco años recién cumplidos, había trabajado únicamente en dos empresas desde que salió de la universidad y apenas cinco de ellos en la empresa que ahora le pedía que fuera CEO. Era consciente que su área era la columna vertebral del negocio y de que él la manejaba muy bien; aun así, él conocía otras personas en la empresa a las cuales admiraba y creía podrían ser mejores candidatos a CEO.
Como Simón no era una persona con muchos amigos, decidió conversar esta situación únicamente con su esposa y con su coach.
La mayoría de las familias holandesas están acostumbradas a tomar un almuerzo ligero y cenar temprano, normalmente entre las 6:00 y 7:00 p. m. Como las cortinas de su casa (al igual que las del resto de la cuadra) siempre estaban abiertas, Simón pudo ver que ya estaban todos sentados en la mesa. Era consciente de que había llegado unos minutos más tarde de lo normal, así que apenas tendría tiempo para lavarse las manos, saludar a la familia y sentarse en la mesa para disfrutar su stamppot con salchicha.
La casa donde vivían era pequeña, sencilla y acogedora, como la mayoría de las casas en Delft y en el resto de Holanda. Mantener una familia con tres hijos, una hipoteca por otros diez años y donaciones a diversas instituciones era costoso, por lo que no siempre sobraba el dinero para decorarla, expandirla o modernizarla. Más aún, Isabella cuidaba celosamente de los ahorros de la familia y raramente gastaba en cosas que considerara innecesarias.
La familia gustaba de sentarse en la mesa junto a la cocina. Apenas cabían los cinco ahora que los niños habían crecido; el mayor de ellos acababa de cumplir doce años, el intermedio tenía ocho y la menor acababa de entrar a la escuela primaria. Solo en ocasiones muy especiales o cuando tenían invitados, como por ejemplo el cinco de diciembre (Sinterklaas), cenaban en el comedor.
Como regla de casa, las cenas no eran espacio para conversar sobre temas de trabajo o problemas de pareja, sino más bien para hablar del colegio, las tareas, vacaciones, programas de televisión o familia. Simón e Isabella eran personas abiertas y sinceras, por lo que no había temas prohibidos en la casa.
Luego de acostar a sus hijos, Simón bajó nuevamente a la sala. Este ambiente era también pequeño y estaba atiborrado de diversos muebles y adornos que habían ido adquiriendo en los mercados de pulgas que aparecían durante el Día del Rey a lo largo de sus trece años de matrimonio. Nada combinaba, los colores de los muebles variaban entre negro, marrón e incluso verde. Algunas sillas estaban extremadamente desgastadas y las paredes no habían sido pintadas en los últimos seis años, por lo que se podían ver diversas manchas o garabatos hechos por los niños. Algunos adornos representaban la cultura holandesa y, otros, culturas asiáticas o de Medio Oriente.
Vio que su esposa estaba sentada. Isabella era una mujer alta y delgada con un cabello largo y tan rubio como el de Simón y el de sus hijos. Su mirada transmitía energía, siempre llena de vida, y eso le encantaba a su esposo. La mujer no necesitaba ponerse nada de maquillaje para verse bien.
Simón se sentó junto a Isabella en uno de los pequeños sofás frente a la televisión. Ella chateaba con sus amigas por el celular.
—¿Te acuerdas de mi amiga Alida, de Surinam?, pues acaba de dar a luz en casa a su segundo hijo. La partera acaba de irse y me dice su esposo que ella ya está descansando y que el bebé está muy bien.
—Pues mándale mis felicitaciones, por favor… Mas bien te quería contar algo… No sabes lo que me ocurrió hoy, dos cosas que nunca me hubiera imaginado —dijo Simón dejando el control remoto en la mesa de centro.
—A ver, cuéntame —indicó Isabella dejando su celular a un costado—. Ya sabía que algo tenías, pues se te ve muy mal. La última vez que te vi así fue cuando te caíste en el canal e hiciste el ridículo frente a mis padres la última Navidad.
Simón le contó los dos acontecimientos. Isabella intervenía constantemente con preguntas. Se mostró muy contenta por Doa y su decisión de casarse y saltó de alegría al escuchar sobre la propuesta de CEO diciendo:
—¡No puedo creerlo! Sabes que te lo mereces, ¡imagina todo lo que podrías hacer por esa empresa! Con tu nuevo salario podríamos mudarnos de casa, ir de vacaciones fuera de Europa, comprar otro auto para poder llevar a los niños a la escuela y… ¡tantas otras cosas!
Isabella empezó a lanzar más y más ideas, hablando cada vez más alto y sin escuchar lo que Simón en verdad quería decirle.
—¿Pero no entiendes que no sé si soy capaz de manejar ese reto? —exclamó Simón con expresión de molestia—. Mira lo que ocurrió con Doa, ¡ni siquiera pude hacer algo para que se quedase!
—Deja de preocuparte por ella, estoy segura de que le irá bien, y tú sabes de lo que eres capaz, ¡solo que no lo quieres admitir! —reclamaba Isabella mirando directamente a los ojos de su marido—. Deberías alegrarte, festejar que te han propuesto semejante reto. Es más, yo voy a organizar una fiesta, debemos avisar a todos los amigos… ¡Llamaré a mi mamá ahora mismo!
—¡No sé si debería tomar el puesto, hay otras personas con más tiempo que yo y que seguramente son más valiosas para la empresa! ¡Deberían ser las primeras en ser consideradas! —dijo Simón sintiéndose algo avergonzado.
Pero Isabella, que ya estaba llamando a su mamá, solo se limitó a decir:
—Anímate y piensa en lo que te han dicho, el dueño sabe quién eres y por algo te consideró. Toma el puesto y vas a ver que lo harás muy bien… ¡Hola, mamá! … —Y luego Isabella se fue de la sala para hablar por teléfono.
Al día siguiente, Simón agendo una sesión con su mentor de muchos años, Christiaan De Vries, un coach que era a su vez un reconocido inversionista de muchas startups de la ciudad. Christiaan vivía en una hermosa casa frente al lago, en Hillegersberg, un barrio de clase media alta en la ciudad de Rotterdam.
Esa tarde, mientras manejaba rumbo a su cita, Simón comenzó a contemplar las diversas propiedades de la zona. Casas muy modernas, con una arquitectura de estilo americano, donde (a diferencia de su casa) predominaba el espacio y los jardines. Cada familia parecía tener dos o tres autos, lo cual no es muy común en este país europeo ya que los impuestos son bastante elevados. Llovía mucho, pero aun así la vista era hermosa.
Simón meditaba sobre sus opciones en caso de que aceptase el puesto de CEO. Actualmente, solo había un ingreso en la familia, pues Isabella se dedicaba a cuidar a sus hijos a tiempo completo. Debido a esto, y al igual que Isabella, Simón no había tenido la oportunidad de hacer todo lo que le hubiera gustado, como pasear con su esposa por Estados Unidos, comprarse una casa rodante y llevar a sus hijos a Euro Disney, o tal vez vivir en una casa más grande y moderna. El dinero era justo y debía ser gastado solo en cosas vitales para la familia; todo lo que sobraba debía ser destinado a ahorro.
En realidad, su más grande anhelo era celebrar nuevamente su matrimonio. Aunque nunca hablaron del tema, sabía que era un deseo de Isabella. Trece años atrás se casaron un lunes cualquiera en el municipio de Delft, vistiendo jeans y zapatillas. Habían invitado a dos amigos como testigos y juntos fueron a cenar algo en un restaurante cercano a la municipalidad. Si llegaba a tener más ingresos, se aseguraría de celebrar nuevamente su matrimonio, pero esta vez con una gran fiesta.
Christiaan era una persona muy organizada, sus reuniones estaban agendadas con anticipación y duraban exactamente sesenta minutos. La cita de ese día sería espontánea y estaba marcada para las 5:00 p. m. Para cuando Simón llegó, el asesor ya lo esperaba en su consultorio, una amplia habitación en el primer piso de su casa decorada con un par de cómodos sillones de marca, alfombra persa, lámparas de diseño y por supuesto una pared llena de diplomas, certificaciones y otros reconocimientos. Después de todo, Christiaan era una persona con mucha experiencia, un profesional con un profundo conocimiento sobre negocios e inversiones, que había decidido dedicarse, los últimos diez años, a ayudar a otros profesionales en la búsqueda de excelencia.
Luego de ofrecerle un café, se sentaron uno frente al otro y empezaron a hablar sobre sus familias, una costumbre que tenían desde hacía varios años. Christiaan era un hombre reservado, y se asemejaba a Simón en muchos aspectos. Aunque no hablaba mucho de su vida personal con otras personas, sabía que para Simón era muy importante la conexión humana, así que le dedicaba el tiempo necesario.
A diferencia de Simón, Christiaan era un hombre muy delgado y algo bajo para el promedio holandés. Tenía una barba casi completamente blanca y cabello del mismo color, lo que delataba su edad; y siempre vestía de una forma tan elegante y de buen gusto, que inspiraba seguridad y experiencia a quienes lo veían.
—Simón, ¿cómo te ha ido en el trabajo? No te esperaba hasta dentro de dos semanas —dijo Christiaan mientras lo invitaba a sentarse—. ¿Algo ha ocurrido? No me diste muchos detalles en tu mensaje, me hubiera gustado algo más de información para poder prepararme para nuestra reunión. ¿Es este horrible clima lo que te ha motivado a venir?
—Efectivamente, a diferencia de la anterior, esta es una semana de muy mal clima, pero no es la razón por la que he venido. La verdad es que han ocurrido muchas cosas en las últimas veinticuatro horas; me siento un poco perdido e incluso asustado y por eso decidí hacer una cita y pedir tu consejo —respondió Simón acomodándose en el sillón—. Tú sabes que admiro tu forma de manejar las cosas y que los consejos que me has venido dando todos estos años han sido realmente valiosos en su momento.
—Cuéntame lo que ocurrió y juntos iremos analizando la situación —replicó Christiaan con rostro de curiosidad.
Mientras Simón contaba los acontecimientos del día anterior, Christiaan tomaba algunas notas y ocasionalmente hacía preguntas tratando de indagar un poco más sobre ciertos hechos puntuales que habían ocurrido antes y después de cada noticia recibida. Casi parecía que estuviese tratando de armar un rompecabezas con la información que le daba Simón. No se mostró muy sorprendido cuando le contó que le habían ofrecido el puesto de CEO.
La reunión duró más de los sesenta minutos pactados, pues tanto a Simón como a Christiaan les gustaba digerir las cosas lentamente y reflexionar sobre posibles escenarios y sobre cómo estos afectaban la situación actual.
Luego de tomar unas notas finales, Christiaan le dijo:
—Quisiera hacerte algunas preguntas concretas, y quiero que pienses muy bien antes de responder cada una, pues las respuestas pueden ayudar a que encuentres el camino hacia una decisión que te haga feliz. —Tomó un papel y empezó a dibujar algo—. Sin embargo, no debes olvidar que, al final, no existe una opción correcta o incorrecta. Cada una tiene sus propios riesgos y beneficios y debemos ser conscientes de ello. No es necesario que respondas las preguntas ahora mismo, tómate tu tiempo para meditar sobre cada una.
—¿Existen respuestas correctas para las preguntas? —quiso saber Simón.
—Dime algo Simón, ¿cómo describirías un tulipán perfecto? —dijo repentinamente Christiaan ante la sorpresa de Simón, quien esperaba una respuesta.
—¿El tulipán perfecto…? —Luego de pensar unos segundos, continuó—: Es gracioso, ahora que lo mencionas… mi padre era una persona que estaba obsesionada con los tulipanes. Él me llevaba cada primavera a Keukenhof y me contaba cómo los jardineros y agricultores rediseñaban el parque cada año, buscando la perfección… Creo que el tulipán perfecto es aquel que se ve incluso más bello cuando está junto a otro, no creo que tenga que ver con su tamaño o color, tiene que ver más bien con la sinergia.
—Me encantó tu respuesta —dijo Christiaan serenamente—. Claramente refleja tu manera de pensar; para ti es muy importante el conjunto, más que el individuo… Lo que en verdad quería decirte con esta simple pregunta es que cada uno definirá al tulipán perfecto como le parezca, según su perspectiva, y por ende no existe una sola respuesta.
—Comprendo, por favor continuemos —sugirió Simón.
—La primera pregunta sobre la que quiero que reflexiones está relacionada con el cambio. Sé que a ti te gusta tu rutina y la estabilidad que ella te da. —Christiaan se inclinó un poco más y usando sus manos continúo diciendo—: ¿Cómo calificarías el nivel de cambio que se avecina si aceptas este trabajo? ¿Lo consideras un cambio moderado, manejable, o es más bien un gran cambio para tu vida actual?
La expresión en el rostro de Simón le dio a entender a Christiaan que la pregunta le causaba algo de preocupación, por lo que decidió ahondar más.
—Sé lo que estás pensando, la verdad es que no a todas las personas les gustan los cambios bruscos y la incertidumbre. Recuerda que, como ya te dije en otras ocasiones, para ciertas personas el cambio puede ser percibido como negativo. Y eso no significa que sea una posición equivocada —aclaró Christiaan—. Pero es importante ser sincero con uno mismo. Piensa en cómo te sientes.
—Si no tomara el trabajo, entonces no habría ningún cambio y podría mantener el control sobre mi vida y mi rutina —empezó a decir Simón, como reflexionando—. La idea de tener que cambiar y estar a merced de la incertidumbre me atormenta un poco, pero también soy consciente de que, sin cambios, o mejor dicho sin riesgos, tampoco podría haber mejoras.
—OK, vas a tener que pensar en ello y ser sincero con lo que deseas. —Christiaan cogió un calendario y prosiguió hablando—. La segunda pregunta está bastante ligada a la primera, pues se trata del tiempo, mejor dicho, la velocidad con la que ocurrirían estos cambios si tomases el puesto de CEO. —Señalando el calendario le dijo—: ¿Sería una semana, tal vez un mes, o piensas que un año?
Hubo un silencio en la habitación que duró cerca de un minuto. Era claro para Christiaan que Simón no había pensado en este punto.
—Los cambios a corto, mediano o largo plazo pueden tener diferentes niveles de impacto dependiendo de tu personalidad —dijo Christiaan tranquilamente, buscando calmarlo—. Te conozco y sé que tienes cierta dificultad o resistencia a manejar situaciones abruptas o repentinas, por lo que deberás analizar qué tan cómodo te sentirías con el marco de tiempo que tendrías.
—Es verdad, ya me ha pasado antes, las cosas repentinas me paralizan —dijo Simón humildemente—. Y tienes razón, está muy relacionada con la pregunta anterior y el nivel de control que tengo sobre mi vida.
—Finalmente, para la última pregunta, quiero que pienses en tus relaciones y tu interés en el bien de otros —continúo diciendo Christiaan—. ¿Has pensado en tu familia, colegas o amigos y sobre cómo se beneficiarían si tú aceptases el puesto? —Viendo que Simón quería interrumpir, hizo una sutil señal de silencio para poder concluir su punto—. Ya sé qué piensas que también podrías afectar negativamente a otros, pero quiero que por un minuto creas, como yo lo hago, que tus fortalezas son mayores que tus debilidades y que por lo tanto tienes la capacidad de ser un buen CEO.
—Siendo así, esa pregunta sería la más fácil de responder —dijo firmemente Simón—. Claramente mi esposa e hijos se verían muy beneficiados con el nuevo puesto. Y para mí es muy importante que ellos sean felices; yo podría sacrificar lo que sea con tal de verlos contentos. Siendo CEO también podría ayudar a otros empleados, y quién sabe, hasta dar oportunidades a quien se lo merece.
Luego de unos minutos de reflexión, Simón agregó:
—Pero una de las cosas que más me afecta es el saber que no fui capaz de evitar que Doa se fuese de la empresa. ¿Qué pasaría si otras personas también se quisieran ir? —Hizo una pausa y luego continuó—. No sé si podría manejar eso.
—Como CEO te esperarían situaciones mucho más duras que ver a un solo empleado dar un paso al costado. Conozco algunos empresarios que han tenido que lidiar con la decisión de despedir a la mitad de su personal, y eso sí que es duro. No te puedo decir que sería fácil, pero sí te diré que yo te creo capaz de hacer lo que te propongas, y conozco a otros profesionales que piensan lo mismo de ti. —Christiaan se levantó del asiento y acompañó a Simón a la salida mientras continuaba diciendo—. No dudaría en recomendarte que tomes el puesto, pero por supuesto deberás meditar sobre estas preguntas y luego de ello definir cuáles son los factores más importantes a la hora de tomar tus decisiones. El nivel de cambio, el tiempo en el que ocurrirá o cómo otras personas se afectan; pero también considera otras variables como el nuevo ingreso económico, la cantidad de trabajo, responsabilidades, etcétera. Compara cada opción con relación a estos puntos y con eso descubre qué es lo que más te haría feliz. Me cuentas luego.
Las preguntas estuvieron rondando por la cabeza de Simón por cerca de veinticuatro horas. Estaba seguro de que ver a su familia feliz era lo más importante para él, pero no estaba convencido de poder lidiar con todos los cambios que vendrían y sobre todo con la agresividad con que ocurrirían. Pensaba que si tan solo hubiese una forma de visualizar las dos opciones que tenía (aceptar o no el trabajo) y de alguna manera relacionar cada opción con las preguntas, sería mucho más fácil tomar una decisión.
La frustración de la situación no cambió en los siguientes días. Al cuarto día de haber recibido la propuesta, decidió tomar la tarde libre y caminar por la marina de Rotterdam. Se compró un kibbeling para comer y se sentó a mirar los yates y barcos que pasaban por el río. Buscaba aclarar sus pensamientos.
Los minutos pasaban, pero Simón no encontraba las respuestas que buscaba a las preguntas de Christiaan. «Tengo que aceptar que los cambios son inevitables y que no son siempre para mal. ¡No puedo tenerlo todo siempre planeado, tendré que tomar riesgos alguna vez!». Giró para ver el edificio en el cual se ubicaba la oficina que podría ser suya sí fuese el CEO. «Todos creen que estoy listo para el puesto, y la verdad es que manejo bien mi departamento, pero no lo hubiera hecho si no fuera por la gente que trabaja conmigo».
De repente, un miedo se le cruzó por la mente. «Como CEO tendría que ser la cara de la empresa, y a mí no me gusta la exposición. Además, tendría que tomar decisiones más rápidamente, y a mí me gusta tomarme mi tiempo para todo». Se sintió de alguna forma avergonzado por esas ideas. «Tal vez, es también una oportunidad para crecer». Empezó a caminar de vuelta a la oficina. «Sabes que lo más conveniente para tu familia es aceptar el puesto», reflexionaba Simón. «¿Cómo podría decirle a Isabella que no lo tomaría? Se desilusionaría tanto». Decidió forzarse a responder las preguntas, así no se sintiese cómodo con las respuestas.
Al final del día tomó su teléfono y llamó a Christiaan.
—Comprendo que estés aún indeciso, pero dime algo: ¿ya has respondido las preguntas?, ¿tienes claros cuáles son los factores más importantes para ti? —preguntó tranquilamente Christiaan—. Si es así, te enviaré una herramienta que te permitirá evaluar tus opciones.
Esa noche, mientras veía televisión junto con su esposa, Simón tomó valor y le dijo:
—He decidido que aceptaré el puesto de CEO